La rebelión del reflejo

Le gustaba entrar en la sala de los espejos. Allí, su imagen individual se multiplicaba en mil imágenes semejantes a él, mil cuerpos que se proyectaban ocupando todo el espacio disponible, un ejército de súbditos clónicos que lo miraban y obedecían sus movimientos sin rechistar. Si levantaba un brazo, mil brazos se levantaban al mismo tiempo. Si daba un paso al frente, el ejército sumiso daba un paso al frente. Si permanecía quieto, las mil imágenes permanecían quietas, esperando una orden. Luego salía a la calle, sonriendo prepotente, recargadas sus pilas de sensación de poder dictatorial. 

Un día entró como tantas veces. Se colocó donde siempre lo hacía e inició sus movimientos de dominación. Alzó el brazo derecho… y se alzaron 999 brazos pero vio, en uno de los espejos situados a su izquierda, no lejos de él, que el individuo reflejado no alzaba el brazo. Tampoco levantó el otro brazo ni dio luego el paso al frente cuando tocaba. Ese día salió de allí enfurecido, perplejo ante la posibilidad de la rebelión del reflejo y tramando algún tipo de venganza ejemplarizante si sucedía de nuevo. 

Volvió a los pocos días, necesitaba darse un nuevo baño de multitudes. Se colocó donde siempre lo hacía, en el centro del escenario espejil. Mil imágenes lo observaban atentamente. Levantó entonces su brazo derecho…. luego el izquierdo… pero apenas se alzaron media docena de brazos, el resto de las personas reflejadas permanecía inmóvil, desobedientes, con gesto fruncido. Repitió la operación varias veces, siempre con el mismo resultado. Frustrado y asustado, decidió entonces salir corriendo de allí. Corría, corría, perseguido por mil imágenes, pero no conseguía encontrar la salida entre tanta confusión de espejos y carreras descontroladas. 

Dicen los que pasaban por la calle que durante toda la noche se oyeron los gritos del individuo, sus carreras por el recinto buscando una salida, los pasos sobre las baldosas de dos mil pies persiguiéndolo. Cuando entraron los limpia-espejos al día siguiente, la sala estaba en perfecto orden: cada espejo en su sitio, el suelo limpio, el espacio libre de personas, de reflejos, de pasos apresurados, de manos, de pies. Solo espejos y silencio.