La noche de la Luna

Pasé los primeros años de mi niñez en Tánger, ciudad que nunca olvidaré. A finales de Junio, mis padres reunían a su tropa (siete hijos) y nos llevaban en el Citroën Pato, atravesando el Estrecho, media Andalucía y Despeñaperros hasta el cortijo en el que vivía mi abuelo Momó, situado a 30 kilómetros de Albacete, en mitad de una nada que para mí era todo. El viaje hasta el cortijo (de precioso nombre Ontalafia), donde pasábamos las vacaciones, ya era de por sí una aventura, en aquellos tiempos de carreteras estrechas de curvas y baches sin fin. 

Ontalafia, a la que se accedía por un camino de tierra de 15 kilómetros, no disponía de agua corriente (había un pozo de agua fresquica deliciosa que se extraía mediante cubo, soga y polea) ni de luz eléctrica (se utilizaban candiles de carburo). Una sierra cercana, una laguna donde vi mi primer flamenco, un campo de cereales, una pinada completaban el paisaje y contribuían a crear la magia del lugar, donde yo era absoluta y rotundamente feliz. 

Mi padre se volvía a Tánger y allí quedábamos la jauría a cargo de mi madre y Momó. Momó ―nunca supe por qué lo llamábamos así―era un personaje especial. Lo recuerdo como alguien muy serio, sentado en un viejo butacón, al que le gustaba jugar con sus nietos, inventando juegos. Escondía por ejemplo a uno de nosotros en el salón y hacía que el resto lo buscase (a mí me metió una vez en una vieja armadura y desde allí veía cómo mis hermanos me buscaban sin sospechar dónde encontrarme). Lo queríamos. 

En el mes de septiembre, antes de que volviera mi padre para llevarnos de nuevo a Tánger e iniciar el nuevo curso, celebrábamos lo que mi abuelo llamaba “La noche de la Luna”. Salíamos de noche al jardín, nos situábamos frente al palomar y elevando los brazos gritábamos “¡luna!, ¡luna!”. Una lluvia de caramelos de todos los colores caía entonces sobre nosotros. El que la Luna nos obsequiase con aquella rociada lo recuerdo como el momento más mágico de mi ya larga existencia. A los pocos días regresábamos a mi querida tierra africana. 

Un verano (yo debía tener 6 años), al llegar a Ontalafia buscamos a mi abuelo, siempre lo hacíamos. Su sillón estaba vacío, el salón en silencio, los juegos escondidos. Pero fue un verano feliz a pesar de su ausencia, como todos los transcurridos allí. La noche de la Luna salimos como cada Septiembre a gritarle “¡luna!, ¡luna!”. No cayó la lluvia de caramelos, las nubes ―nos dijeron― se habían quedado con ellos. Tampoco cayeron los años siguientes.

Alguien me dijo años después que era el abuelo quien subía cada verano al palomar y nos arrojaba desde allí los caramelos. Nunca quise creerlo, y así la magia de esa noche inolvidable ha perdurado y perdurará en mis recuerdos mientras yo ande trasegando por esta vida.

Comentarios

  1. Un precioso y enternecedor relato, ese de las noches de luna de tu abuelo.
    Yo no he tenido esa suerte: no conocí a ninguno de mis abuelos y para más "inri", tampoco tuve hermanos.
    Seguro que por ello, en el trasiego de la vida, me faltó aquellos que podían limpiarme de "lias" e impurezas.
    Un abrazo.

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  2. De mis 4 abuelos, yo solo conocí a uno: el de esta historia. Murió cuando yo tenía siete años, pero lo he "matado" un año antes en mi relato para hacer a este más ingenuo :)
    Tú tienes pocas "lías", amigo manchego :)
    Un abrazo.

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  3. Tu abuelo debio de ser un creador de ilusiones y alegria .Tu lo llevas en los genes, quizas por eso a veces se te desborda como los rios con la lluvia, como los rios con la nieve.
    Que bonito!!

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  4. Iota, mi abuelo tuvo 11 hijos. Y mi madre (una de sus hijas) 7. Algo de su carácter sí espero que me chorreara un poquico a mí, aunque fuera una jelepa :) Beso.

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  5. Que es la jelepa ? Te pregunto clavando mi mirada x en tu mirada x.
    Que es la jelepa ? Y tu me lo preguntas, la gelepa es...

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  6. Pedrice1/31/2019

    Jelepa.... claro como el agua cristalina: una miajica de ná

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  7. Me lo sospechaba.

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  8. "En el cornejal del bancal se mueven las espigas sin que corra una jelepa de aire" (Colasín, de López Almagro)

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  9. algo se rompe en nuestras vidas cuando perdemos esas cosas, cuando dejan de ser mágicas. El paso a la vida adulta es comprender que ciertas cosas ya no volverán y aún así poder seguir viviendo con ello.

    Un texto precioso, gracias por el enlace.


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