Marcela

Me había citado con Marcela a las siete de la tarde en la parada del veinticinco. Compré a la gitana de la esquina un ramillete de claveles y, con él en la mano, me dirigí al lugar del encuentro con tiempo suficiente; no quería hacerla esperar. Al rato, apareció caminando por la acera una señora mayor —flores en el pelo, labial rojo perfilando excesivamente sus labios, bra ceñido sin puntillas, tenis negros—. Al pasar a mi lado, se detuvo, me miró de arriba abajo con aire como cabreado y me espetó: 

—¡Viejo, chismoso, pobre hombre, marica, sarcástico! 

Acabado su glosario de piropos reanudó su caminar, dejando tras de sí un tufo a trésor caducado. De tanto en tanto se volvía hacia mí para recomenzar su retahíla de piropos (viejo, chismoso, etc.), hasta desaparecer engullida en el anonimato de la gente. 

 Y pasaron cinco veinticincos y veinte veinticincos pasaron. Marcela no descendió de ninguno. 

—Hoy no es mi día— le dije, derramando una lagrimilla, al ramillete de claveles. 

Las flores, enhiestas al principio, empezaron a decaer, como mi moral. Las eché en el contenedor de Flores Frustradas, y me fui alejando de allí, ni triste ni contento, tarareando por lo bajini el na de ti de Macaco, mis pasos bailando al compás de la musiquita. 

Llevo un ritmo pegao 

escondido en mi guantera 

no tiene bala 

no tiene cañón… 

La parada del veinticinco fue poco a poco quedando atrás, en silencio.