Cumpleaños
Celebrábamos mi tropecentésimo aniversario. A los postres, mi cuñada colocó sobre la mesa una tarta inundada de velitas encendidas. Mientras me cantaban a coro el horrible “cumpleaños feliz” —¿por qué, joder, por qué hay que cantar esa canción cada vez que alguien cumple años?— yo me afanaba en soplar el velamen desplegado ante mis narices, luchando contra mi asma creciente y mi cada vez más alarmante incapacidad pulmonar. Al final conseguí, no sé cómo, apagar todas las velas y tuve que soportar el aplauso general y el reglamentario “¡es un muchacho excelente, es un muchacho excelente!” —¿por qué, por qué…?— gritado por todos los presentes.
De pronto, mi cuñada dio un chillido, ”¡¡una araña!!”. Una pequeña e inofensiva araña descendía del techo de la habitación, suspendida de su invisible hilo de seda. Quizás quería unirse al festín —había tarta y ginebra de sobra—, o simplemente felicitarme. La repulsa fue general, ya se sabe el repelús que provocan estos inocentes bichitos, que sólo pretenden vivir su vida. “¡Hay que matarla!” gritó alguno, mientras otro, zapatilla en mano, se disponía a arrearle el zurriagazo definitivo.
Yo, amante de todo tipo de vida —vegetal, animal o ectoplásmica—, me levanté y extendí la palma de mi mano para que la araña, en su descenso, se posara sobre ella. Y así hizo el bichillo. Araña en mano, solté un largo discurso sobre la importancia de la vida para cualquier ser viviente, por insignificante que nos parezca, y expuse una serie de datos pedantes, excesivos y aburridos sobre el ácido desoxirribonucléico, que está en el origen de cualquier tipo de existencia. Nadie me aplaudió, claro. Luego me dirigí hacia la ventana, en cuyo alfeizar deposité amorosamente la araña, para que eligiera libremente su destino, quizás saltar al jardín, o volver a su rincón del techo.
La fiesta continuó.
Tras devorar la tarta, mi cuñada trajo la tradicional botella de cava y me pidió que la descorchara, entre la aquiescencia y el bullicio del personal, ya medio borracho. Recordé técnicas olvidadas: agarré la botella por el gollete con la mano izquierda, con la derecha quité el alambrito, giré suavemente el tapón, este empezó a moverse… hasta que ¡¡¡pam!!! saltó violentamente y, como un cohete descontrolado, chocó en la pared de enfrente, sobre la ventana, rebotó en el techo, luego en la otra pared, hasta quedar finalmente inerte encima de la mesa entre el jolgorio general.
La tragedia había ocurrido sin que nadie se apercibiese. En el suelo quedaban desparramados sobre las baldosas, llovidos desde la altura, un quelícero por aquí, otro algo más distante, unos pedipalpos, la fóvea, un prosoma, el epistoma, un trocánter…
Al día siguiente, alguien barrería los restos de la fiesta, y todos los elementos deconstruidos que ayer conformaban una araña acabarían en el cubo de la basura, mezclados con las migajas y demás detritus del festejo. El destino a veces reserva estos finales tan anónimos, crueles, despiadados, injustos…
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